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junio 12, 2010

el abismo

«Poco a poco, del mismo modo que un hombre, al consumir todos los días un determinado alimento, acaba por ver modificarse su sustancia e incluso su forma —pues engorda o adelgaza, saca de dicho alimento su fuerza o contrae, al ingerirlo, unos males que no conocía—, se iban operando en él unos cambios casi imperceptibles, fruto de la adquisición de nuevas costumbres. Pero la diferencia entre el ayer y el hoy se anulaba en cuanto se detenía a contemplarla: ejercía la medicina como siempre lo había hecho y apenas importaba que sus pacientes fueran príncipes o mendigos. Sébastien Théus era un nombre imaginario, pero sus derechos a ostentar el de Zenón tampoco estaban muy claros. Non habet nomen proprium: era de esos hombres que no cesan hasta el final de asombrarse de poseer un nombre, lo mismo que uno se sorprende, cuando pasa por delante de un espejo, de poseer un rostro y de que ese rostro sea precisamente el suyo. Su existencia clandestina se hallaba sujeta a determinadas coacciones: siempre lo había estado. Callaba los pensamientos que más importancia tenían para él, pero sabía desde hacía tiempo que quien se expone por sus palabras no es más que un necio, cuando tan fácil es dejar que los demás utilicen su garganta y su lengua para emitir sonidos. Sus escasos ataques de palabras no habían sido más que lo equivalente a los libertinajes de un hombre casto. Vivía casi enclaustrado en su hospicio de San Cosme, prisionero de una ciudad, y en esa ciudad de un barrio, y en ese barrio de media docena de habitaciones que daban, por un lado, a un huerto y a las dependencias de un convento, y por el otro, al muro desnudo. Sus escasas peregrinaciones en busca de especímenes botánicos pasaban y repasaban por los mismos campos cultivados y por los mismos caminos de sirga, por los mismos bosquecillos y por el lindero de las mismas dunas, y sonreía, no sin amargura, de sus idas y venidas de insecto que circula incomprensiblemente por un palmo de tierra. Pero aquellos límites de espacio, aquellas repeticiones casi mecánicas de los mismos gestos se producían cada vez que uno empleaba sus facultades en realizar una única tarea delimitada y útil. Su vida sedentaria lo agobiaba como una sentencia de encarcelamiento que él hubiese dictado por prudencia contra sí mismo, pero la sentencia era irrevocable. Muchas otras veces y bajo otros cielos se había instalado así, momentáneamente o —según creía él— para siempre, como un hombre que tiene, en todas partes y en ninguna, derecho de ciudadanía. Nada probaba que no fuera a emprender mañana la existencia errante que había sido su parte y su opción. Y, sin embargo, su destino cambiaba: un deslizamiento se iba operando sin él saberlo. Como un hombre que nada a contracorriente en una noche oscura, le faltaba percibir alguna señal para calcular exactamente la deriva.»


[Marguerite Yourcenar. Opus Nigrum]

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1 comentario:

marichuy dijo...

Mis gustos son más caprichos del alma (o de donde sea que se generen lo caprichos... quizá las vísceras), que otra cosa.