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octubre 05, 2014

felices los felices...


Nicoletta Ceccoli

Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.
Felices los felices.
—Jorge Luis Borges


agosto 21, 2014

Yo, Tláloc...

Por Juan Villoro

Los dioses disponemos de vida eterna, pero no siempre de empleo. Fui a buscar trabajo y los head hunters me dijeron: "Dios de la lluvia, descríbase usted mismo".

Hace muchas lunas yo procuraba la lluvia en el Valle de Anáhuac. Los hombres sacrificaban su sangre para que yo hiciera brotar el maíz. La nube y el trueno eran mis signos; la fertilidad, mi consecuencia.

Fui el dios de las cosas mojadas. Respondí a las plegarias con un manso derrame que cubrió el país en los idiomas del agua: estanques, ríos, canales, la laguna donde creció México-Tenochtitlan.

Hoy en día, los nuevos mexicanos atribuyen la lluvia al calentamiento global y comen el maíz transgénico que hacen traer del otro lado de la frontera, el territorio donde antes sólo vivía el águila calva. No es fácil ser un dios regional en tiempos globalizados.

En el año 2-Conejo los trabajos divinos se dividían en artesanías del cielo. Mictlantecutli se hacía cargo de la muerte, Huitzilopochtli de la guerra, Tezcatlipoca de la fatalidad humana. Competíamos con fiera entrega en favor de nuestras causas. Cada gota que di a los hombres fue robada a los dioses enemigos.

En un cielo anterior al tráfico aéreo, yo rompía los cántaros del agua. Los aviones limitaron los trabajos de la providencia al milagro de encontrar las maletas.

El monoteísmo me desplazó. Luego llegaron los marcos teóricos, los días de las causas generales, y se juzgó innecesario tener dioses de asuntos particulares. Mi jurisdicción divina había sido limitada. Fui Señor de la nube y el rocío.

La expansiva modernidad quiere un dios todoterreno. Tláloc, dueño de un solo elemento, perdió atractivo. Los caracoles dejaron de sonar para llamarme y pocos anhelaron el paraíso de Tlalocan, la lluviosa morada de quienes morían bajo mi custodia.

Repito mi predicamento: resulta difícil ser eterno y conservar el empleo. La crisis golpea con más fuerza a los dioses lejanos. Antes de que comenzara a caer la lluvia ácida, pasé a la prejubilación.

Mi pasado engrandeció los museos prehispánicos. Preso en el tiempo circular del mito, enfrenté el predicamento de un Dios con prestigio antiguo que sin embargo carece de presente.

Me ofrecieron participar en un programa de testigos protegidos para contar la verdadera historia de la patria. Me explicaron que los hombres han perdido la memoria de lo que aquí estuvo y se enteran de falsedades en Wikipedia. Dije lo que sabía y les pareció pesimista. Señalaron que en las campañas oficiales sólo se paga por tener buenas noticias.

Una efigie que no tiene que ver conmigo me representa afuera del Museo de Antropología. Es un monolito, un dios de la nada, pero su tamaño XL resultó atractivo para una ciudad donde triunfa la gigantomaquia y donde el ahorro significa despreciar lo pequeño para conservar lo inmenso. Le pusieron "Tláloc" para que las tormentas del Distrito Federal tuvieran una causa. Lentamente, se convirtió en lo que la gente quiso que fuera: el dios de la lluvia. Es un coloso espurio, un dios pirata, pero me han explicado que este valle vive en estado de simulacro y el que se llama Rafael puede ser llamado Juanito.

Hace poco me invitaron a un reality show de dioses antiguos, pero no me gustó la forma en que los escribas narraron mi vida íntima para vincularme con una diosa venezolana. Fui incapaz de sonreír ante los albures. El rating -como ahora se le dice a la cosmogonía- no me favoreció.

En la llovida antigüedad, los mitos fuimos buscados como hoy se busca a los asesores de imagen. Si aún resistimos es porque el arte y las artesanías nos brindan pensión y alimento.

Con motivo del Bicentenario, altos ejecutivos quisieron convertirme en Señor de la Lluvia de Ideas. Pensé que deseaban repensar la historia de la patria, pero me llevé una sorpresa. Para ellos, tener "ideas" significa gastar el presupuesto. Tal vez porque soy demasiado antiguo no entiendo que la fiesta del bicentenario en el Zócalo cueste 60 millones de dólares. Tampoco comprendo por qué el nombre de Hidalgo sirve para contratar edecanes. Me pidieron consignas prehispánicas para justificar el dispendio y sólo se me ocurrió hablar de sacrificios humanos. No volvieron a llamarme. Querían un robot feliz y se encontraron con un dios deprimido. Una asesora me describió como un looser, el primer "emo" de la historia.

Las deidades nahuas nunca fuimos tantas ni tan caras como los diputados. Ahora la Guerra Florida ocurre entre rivales equipados con insultos y pedernales que se hacen llamar "partidos". Ninguno desea postularme. Me han dicho que mi problema es de imagen. Aunque soy más expresivo que Peña Nieto, sólo retrato bien en los códices.

No ha dejado de llover y conozco la causa. No la digo porque corro el riesgo de que me privaticen o me cobren impuestos por gota. Baste saber que existo y que México se inunda, con poderoso apremio. "¿Qué celebran?", pregunto a los organizadores de las fiestas oficiales. Mi voz, que viene de lejos, nunca se ha ido.

Esta noche, el agua no cae en la ciudad: cae en las conciencias. ®

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Yo, Tláloc | Juan Villoro
25 Sep. 09 

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mayo 27, 2013

magnum opus...


Magnum Opus. Por: Sabina Berman

El escritor decidió que era momento de escribir su Magnum opus. La gran obra que le abriría las puertas de la inmortalidad.

Su esposa lo miró por la ventana de la sala cruzar el jardín con la maleta en la diestra, rumbo a la camioneta. En la maleta llevaba dos mil hojas en blanco, 15 pomos de tinta negra, ocho plumas fuente, algunos libros de consulta, incluido un voluminoso diccionario.

El escritor se encerró en una cabaña en el bosque, una cabaña de una sola estancia, sin teléfono y sin internet. Por ningún medio alguien podría distraerlo de la gran obra.

Pasado demasiado tiempo sin noticias de él, su esposa acudió a la cabaña, con un cierto remordimiento anticipado. Era probable que su marido se irritara con su incomprensión del tiempo de la ficción. Cuántas veces debo repetirte, le reclamaría, que el tiempo de la ficción es otro que el de los relojes. Un tiempo donde en un párrafo puede suceder un siglo y donde un minuto puede extenderse durante 10 hojas. Luego de no recibir respuesta, la esposa rompió con un hacha la puerta de la cabaña. La única estancia estaba literalmente repleta de hojas escritas. En la mesa, en el piso, en los muebles de la cocina, hojas y más hojas en desorden, repletas de palabras y más palabras en tinta negra. Sin embargo no vio ni trazas del escritor.

La esposa tomó una hoja para leerla. Y luego otra hoja. Y con creciente terror, otra. Y otra. Y de pronto levantó otra hoja y ahí estaba el hombre. Diminuto. Más breve que un dedo pulgar, hablándole, pero era tan minúsculo que su voz se escuchaba como un levísimo chirrido.
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[Sabina Berman: escritora, dramaturga y ensayista mexicana]
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