Pages

enero 17, 2013

de bolsos y ayunos



La lectura de un cuento de Carlos Drummond de Andrade [La Bolsa ], donde se narran lo apuros de un pasajero que nunca se encontraba nada y cuando por fin lo hizo, tuvo la mala suerte de dar con el bolso de una mujer, me recordó una historia de la vida real muy parecida. Pequeña historia ocurrida hace algún tiempo a una atribulada, y atarantada, mujer que perdió su bolso en un bus: yo.

***
En un hecho que sólo puedo explicar en razón de ese atarantamiento tan mío, más el cansancio, la sobrecarga (bolsas del supermercado, abrigo, morral con libros y… bolso mano) y la oscuridad nocturna, una noche de invierno (por cursi que suene, fue a principios de enero, muy cerca del Día de Reyes) perdí mi bolso de mano. Sí, mi bolso de mano. Se me cayó en el microbús –con tanto cargamento encima, supongo, no podía ser de otra forma– y solamente lo noté hasta que llegué a la puerta del edificio donde habito y, para mi asombro y horror, no traía bolso... ni llaves. Una mujer con los sentidos en su lugar, como diría mi abuela, puede olvidar/extraviar el abrigo, el paraguas, un libro o hasta las compras del mercado (hay algunas que dejan olvidado al novio, aunque presumo que eso no es por accidente), pero… ¿su bolso de mano? Eso nomás yo.

Ahorrémonos detalles. Una vez que la vecina me hizo favor de abrirme, prestarme dinero y guardar mis tiliches, yo salí a buscar un cerrajero. Después caminar casi un kilómetro lo encontré y volví con él a casa... en su coche (a esas horas no estaba yo para remilgos). Llegamos y él puso manos a la obra, mientras yo trataba de mantener la calma. Eternas se me hicieron las dos horas que el santo señor tardó en abrir la cerradura y por fin pude entrar a casa. Y ni tiempo para llenarme de autoconmiseraciones/recriminaciones, pues el timbre del teléfono había estado sonado repetidamente mientras el cerrajero y yo estábamos del otro lado de la puerta [él trabajando y yo mordiéndome las uñas y poniendo cara de circunstancia cada que pasaban mis vecinos, creo que esa noche todos subieron y/o bajaron, y me miraban con penita]. La cosa es que entré y, tras depositar mi cargamento en el piso, corrí a levantar el auricular. Al otro lado de la línea una voz de hombre joven me dijo: "buenas noches, —eran más de las once de la noche— ¿ahí vive Marichuy?"

Yo apenas alcancé a balbucear un ¿quién la busca?

—El hombre respondió: soy fulanito de tal y esta noche en el microbús de la Ruta X me encontré un bolso negro de mujer y dentro una libreta con una hoja de servicio de Telcel donde aparecen este nombre y número telefónico.

¡¡¡ Mi bolso!!!

Sí, estoy llamándola para ponernos de acuerdo y entregárselo…

Hay que vivirlo para contarlo... En esta tan malquerida y denostada ciudad de México, una puede olvidar/tirar su bolso, alguien lo encuentra y tiene la decencia de llamarla para devolvérselo.

Finalmente, el hombre al teléfono y yo nos pusimos de acuerdo para vernos al día siguiente –sábado– a las 7:00 de la mañana, en la emblemática esquina de conocida avenida sureña. Aquella fría mañana invernal, mientras me dirigía al encuentro con un absoluto desconocido, mi boquete estomacal empezó a cosquillear al ritmo del montón de dudas y alguito de miedo que iba sintiendo pero ni modo de regresarme. Por si fuera poco, mi mala costumbre de ser puntual, en una ciudad que casi nadie lo es, hizo que llegara 15 largos minutos antes que el chico, quien llegó acompañado por un primo a esa solitaria esquina. Me identificaron (vía credencial de elector), se acercaron, saludaron y sin mayores preámbulos me entregaron bolso. Intacto su contenido –credenciales, billetera con dinero, otro libro, agenda, teléfono celular y llaves de casa... que ya para esta hora no me servían–. Yo no sabía si besarlo o abrazarlo y como me daba pena ofrecerles dinero, los invité a desayunar pero ellos se disculparon pues ya se les hacía tarde para ir a trabajar. Aquella mañana debí repetir ¡¡¡muchas gracias!!! unas veinte veces.

Los primos se fueron y yo me quita, un poco para bajarle a mi adrenalina al tiempo que pensaba en mi habitual escepticismo...

Ah, casi me olvidaba del ayuno...

Resulta que en la acera frente a la esquina donde yo había recuperado mi bolso hay una Sex Shop y justo sobre el cartel que muestra a la típica rubia oxigenada de pechos operados, alguna piadosa dama –o caballero, vayan ustedes a saber– pegó una cartulina con esta cita:

"El ayuno purifica el alma, eleva el espíritu, sujeta la carne al espíritu, da al corazón contrición y humildad, disipa las tinieblas de la concupiscencia, aplaca los ardores del placer y enciende la luz de la Castidad." (San Agustín). 


Pero nada. La felicidad por haber recuperado mi bolso y el hallazgo de gente tan decente, más toda la adrenalina de las últimas horas, me habían provocado un hambre descomunal. Así que, con perdón de San Agustín, dejé el intento de contrición y ayuno para mejor ocasión...


***



No hay comentarios: