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agosto 08, 2012

ronroneos...

Gustav Klimt, Danae

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—¡Otra vez el mentado baño! ¿A qué vas?, exclama Luis enfurecido, cubriendo su desnudez con las sábanas.

—No tardo, te lo prometo, replica con una voz apenas audible.

Al salir de la recámara, Silvana se dirige silenciosa hacia la cocina. En el camino emite unos discretos chiflidos a modo de llamado, cuidando que el marido no la escuche. Casimiro se despereza en el sillón y solícito acude a su dueña. Los ojos verdes y alargados del felino chispean al ver el litro de leche que ella porta entre las manos. Silenciosos, ambos se encaminan hacia el baño.

Ella lo acaricia y lo besa varias veces. El gato ronronea. Bajo la mirada atenta de esos ojos verdes, Silvana se desprende del camisón con movimientos lentos. El gato la observa. Ella se recuesta sobre el tapete, toma el litro de leche y deja caer un chorrito entre los pechos. Casimiro se acerca. Una inmensa lengua purpúrea se desdobla de la boca del animal. Al percibir su aspereza, Silvana entorna los ojos.

Un hilillo de leche se desliza por su abdomen. La sensación de la lengua introduciéndose una y otra vez hasta el fondo del ombligo, la obliga a arquear la espalda. La leche continúa cayendo cada vez en mayor cantidad. La lengua se pierde en el vello púbico. Parece peinarlo hacia arriba, hasta formar una especie de montículo negro. La piel de Silvana se eriza.

Un río blancuzco le cubre el pubis. Abre las piernas y la leche se desliza entre sus labios, refrescándola. Casimiro vuelve a abarcarlo todo, la lengua se interna en cada recoveco, hurgando. Un insoportable acaloramiento la acomete. Mueve las caderas hacia arriba y hacia abajo.

El líquido forma un charco que alcanza su vagina. La punta de la lengua la penetra, la recorre y sale. Ella gime, los puños se aferran al tapete. La lengua vuelve a entrar, a recorrerla y a salir.

Cuando su cuerpo vibra, incapaz de detener el torrente de excitación por más tiempo, Silvana aparta al gato. Temblorosa se encamina hacia la puerta. Su marido, que nuevamente no comprende el porqué de la tardanza en el baño –si se debe a una indisposición estomacal, a una vanidad exagerada o a una pulcritud excesiva-, la ve venir con mirada chispeante. Percibe la lujuria en esos ojos que parecen más alargados, casi felinos. Complacido la acoge y, sin más preámbulos, la penetra. Ella lo recibe húmeda, vibrante, lista. El orgasmo llega con facilidad.

—¿No has visto a Casimiro? No lo encuentro por ninguna parte, pregunta consternada.

—Ni idea –responde el aludido.

Silvana revuelve la casa entera llamando al gato. Abre el closet, revisa bajo la cama y, en su desesperación, busca en los cajones. Sube a la azotea, sale a la calle y grita su nombre al viento varias veces. Casimiro no aparece.

—Qué raro, no lo encuentro, ¿de verdad no lo has visto?, vuelve a preguntar desconfiada.

—Así son los gatos, poco agradecidos, responde cortante.

—Él no, es muy raro que desaparezca tanto tiempo.

—Le viene bien. Que sepa que en la vida no todo son mimos, sentencia Luis.

—¿No sientes ni un mínimo de cariño por él?

—No, ni tantito. Ya te advertí que ese animal sobraba en esta casa. A veces pienso que lo quieres más que a mí.

—¿Le hiciste algo?

Los labios de Luis se encorvan un poco a modo de sonrisa.

—¿Qué le hiciste a mi pobre gato?, exclama alterada, tomándolo del brazo con fuerza.

—Tranquila –responde él zafándose.

—Como le pase algo no te vuelvo a hablar en mi vida, lo amenaza.

—Tú te lo buscaste por tanto mimo.

—¿Qué me busqué? De veras estás mal, no sabes lo que Casimiro hacía por ti o, mejor dicho, en tu lugar.

—¿De qué hablas?

—Tienes una venda en los ojos. Devuélveme a mi gato, le grita ella.

—No puedo.

—¿Por qué, qué le hiciste?

—Nada, yo sólo lo subí al coche y después de un rato él se bajó encantado. Ni siquiera volteó a mirarme. Es un malagradecido.

Silvana toma las llaves del coche y corre hacia la puerta. Luis va tras ella.

—¡Espérate! ¿Adónde vas?

Ella sube al auto.

—¡Qué drama por un mugroso animal! No sabes ni dónde buscarlo. Además así estamos mejor, solos tú y yo, como debe ser.

Las lágrimas le escurren por las mejillas coloradas por el enojo. Enciende el motor.

—No te pongas así, caray, no es para tanto, balbuce conmovido.

—¿Dónde lo abandonaste?

—Tú ganas, lo dejé en la Colonia del Vale, confiesa al fin.

Sin decir más, ella acelera.
—¡A ver si lo encuentras!, se burla él con voz temblorosa.

Silvana registra día y noche las calles de la Colonia del Valle en busca de Casimiro. Lo llama hasta el cansancio. Sus intentos son en vano, el animal no da señales de vida.

En las madrugadas regresa al departamento agotada. Cuando el marido intenta acercársele, lo aleja sin ningún miramiento. Él no se lo reprocha, convencido de que la etapa de depresión se le pasará.

Sin embargo no tarda en preocuparse pues, aunque su esposa ya no va por las calles en busca del gato —efectivamente parece haberse resignado—, continúa manteniendo la distancia entre ellos. La inapetencia sexual en que Silvana se ha sumergido desconcierta a Luis quien, cada noche, se desvive poniendo en práctica técnicas nuevas de seducción que, invariablemente, dejan impávida a su mujer.

Por primera vez Luis extraña a Casimiro. Desea que Silvana vuelva a ser la misma. Ansía las noches en que venía a él con esa mirada felina. Ahora parece ausente. Transita por el día como una autómata. Lo único que le interesa es acumular litro tras litro de leche que deja agriar en el refrigerador. Él no entiende esta nueva manía, pero calla.

Después de pasar la noche en vela intentando encontrar la manera de reconquistar a su mujer, Luis deposita sobre la cama una caja con un moño. Ella lo mira extrañada. Abre el paquete, recelosa ante la insistencia del marido, que no cesa de anunciarle que en el interior se halla el eslabón que volverá a unirlos.

La sonrisa en ella aflora con naturalidad al ver al minino que la contempla asustada. Él parece triunfante. No obstante, la alegría en su rostro se esfuma casi de inmediato.

—No es lo mismo, protesta.

—Pero si es un gato, exclama él confundido.

—No es como Casimiro, reclama ella.

—Qué más da. Con el tiempo lo vas a llegar a querer igual que al otro.

—Es imposible. No entiendes.

—Por lo menos inténtalo. Por nosotros, insiste él con voz melosa.

Silvana contempla al gatito que mira en derredor, desconfiado. Finalmente suspira, lo toma entre sus manos y, sin preocuparse ya de que el marido se dé cuenta de lo que hace, va por un litro de leche y se encierra con el minino en el baño. Luis permanece inmóvil frente a la puerta, pasmado. Aunque no comprende lo que sucede adentro, guarda silencio y espera.

A los pocos minutos su mujer sale del baño y molesta le arroja al gato.

—No sirve, dice con desdén mientras se envuelve entre las sábanas, dándole la espalda.

Luis no descansa en su búsqueda del gato adecuado. En un principio no sabe bien qué es lo que ella desea pero, poco a poco, cree entender los gustos de su mujer. La segunda vez le trae un gato más grande, después un persa, luego un angora como una bola blanca y, por último, uno de ojos rasgados y luminosos.

El procedimiento siempre es el mismo, Silvana se encierra en el baño con el gato en turno y un litro de leche. Inevitablemente, al salir sus palabras son las mismas: "No sirve, no es como Casimiro".

Las opciones de Luis se agotan. Una noche entra a la recámara con un litro de leche. Decidido, toma de la mano a su perpleja mujer y, sin decir nada, se encierra con ella en el baño. ©

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Leche Agria, cuento de Alejandra Rodríguez Arango. De Atrapadas en la cama 
Antología coordinada por Ethel Krauze y Beatriz Espejo. Alfaguara. México DF, 2002 


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